Las tendencias igualitarias de los dos últimos siglos han conseguido romper la polaridad entre los sexos. La consecuencia de ello ha sido el derrumbe de la sexualización en la comunidad, dando paso a una sociedad erotizada, alcanzando cotas verdaderamente patológicas.
En este artículo se alude a la diferencia entre ambas expresiones, a la vez que se reclama la necesidad de una reconquista de la polaridad sexual: única garantía de restablecer en nuestra actual sociedad, normales circuitos de magnetismo. En la cuestión sexual no se atrae lo parecido, sino lo diferente. Una comunidad de atracción reclamaría, por tanto, la ineludible afirmación de la diferencia: que la mujer sea mujer y el hombre hombre.
La relación entre el organismo humano y las funciones sociales de una comunidad siempre fue evidente. La Revolución Francesa trajo la rebelión del Tercer Estado y por consiguiente las tendencias al hiperdesarrollo de los elementos productores, consumidores y ventrales. El demonismo de la economía hoy y la obsesión sexual sin dominio ni lucidez es una consecuencia de tal Revolución.
La Revolución del Tercer Estado
Quienes han contribuido a la difusión del pensamiento de Platón han hecho famosa la relación entre las funciones sociales y el organismo humano. Sabemos que la intuición intelectual se identificaba con los contemplativos y los filósofos, la fogosidad del corazón y el poder de los miembros superiores nos señalaba el valor y el orden de los guerreros, mientras que el estómago y el vientre estaban asimilados a los estamentos productores: campesinos, trabajadores, e incluso a los intermediarios sociales tales como comerciantes y burgueses.
A la vista de lo expuesto, se comprenderá que una Comunidad certera será aquella que asiente su totalidad sobre la rigidez y flexibilidad de pilares firmes, garantes a la vez de permanencia y movimiento, aceptando la importancia y sentido de cada función orgánica, en permanente tensión. No aceptar esto, es no reconocer el derecho a la existencia de cada uno de los términos en su propio lugar, no considerar una mínima unidad o complementariedad de las expresiones, conduce al estallido inorgánico, a la desconexión de la Comunidad. La revolución, en términos sociales, no es otra cosa que la hipertrofia de cualquiera que fuera la función frente a las restantes, imponiendo, de una forma agobiante, sus propios modos, estilos y concepciones parciales sobre la vida a los demás. Esta es la razón por la que nuestra Sociedad actual se encuentra bajo el demonismo de la economía, de la producción y del consumo como ideales de existencia abocados a la felicidad del gusto y del confort; esta es la razón por la que nuestra época se encuentra obsesionada por el sexo, como la última de sus etapas. En efecto, tanto la Revolución Industrial, como la Revolución Americana, la Francesa y la Rusa trajeron consigo el triunfo expansivo del llamado Tercer Estado, sometiendo totalitariamente a toda la Comunidad a sus elementos definitorios: al estómago y al vientre, sin la fogosidad del corazón, ni la lucidez de la inteligencia. Esto ha bastado para que paradójicamente la existencia haya perdido el sentido de la economía y del sexo, porque la ceguera del hiperdesarrollo no tiene nada que ver con lo justo. La realidad del sexo en la sociedad contemporánea dista mucho de ser la más profunda, la más amplia y la más completa. Es, por el contrario, la más superficial y endémica. Señalarlo aquí es nuestro propósito.
La Sociedad industrial dio vida al tipo burgués como modelo, pero centrado en una cierta despreocupación por los cuidados del cuerpo en beneficio de un ideal de satisfacciones productoras, más preocupado por los aspectos acumulativos y de consumición. La Sociedad post-industrial, en la que se observa un incremento en la segunda etapa hacia el placer, ha corregido, en cambio, un tanto la tendencia productora anterior, encaminándose hacia una modalidad de vida menos demográfica, más explotadora y racionalizada, y con una marcada tendencia hacia la seducción en todos los sentidos. De ahí, que, en la actualidad, el cuidado del cuerpo esté viniendo a ser fundamental, en detrimento de la ya antigua imagen burguesa y consumista de carnes fláccidas, estómagos prominentes y vientres hinchados. ¿Quiere decir esto que vamos hacia una sociedad que pretende desarrollar sus elementos de atracción, hacia una clara sexualización?
La cuestión de la polaridad
Partimos del principio de que una civilización sexualizada está en función de la existencia de una polaridad real entre la dimensión femenina y la dimensión viril. Reconocemos, por consiguiente, que a mayor polaridad entre los sexos habrá una mayor sexualización social, mientras que a menor polaridad tendremos una menor sexualización. Dicho de otro modo: la ruptura entre los polos o la escasa diferenciación entre ambos, como punto de partida, siempre perjudicará a una civilización sexualizada.
Tres diferentes aspectos de la evolución burguesa y del Tercer Estado. De la obsesión por la acumulación, el confort y el consumo, se ha pasado a una época de seducción desvirilizada, propia del post-industrialismo.
La cuestión polar pone de manifiesto la existencia de un eje o elemento de unión entre dos puntos distanciados o diferenciados, incluso contrarios, destinados, sin embargo, a complementarse. Aceptar, en consecuencia, que tanto la mujer, como el hombre, son seres desiguales en su sexualidad y en su comportamiento sexual no es algo negativo, sino estimulante. Es todo un principio de referencia decir que la afirmación de tamaña polaridad no sólo no es perniciosa, sino que, al contrario, favorece la realidad de una civilización sexualizada. Partamos, pues, del hecho de este reconocimiento.
Lo femenino es, en el sexo, puro deseo y ebriedad; lo viril, por el contrario, es dominio y lucidez. Eso explica el por qué, en la relación sexual auténtica, se entrecruzan y se presentan juntos, sin negarse entre sí, el uno al otro. No obstante, el hombre no es sólo, exclusivamente viril, ni la mujer es en absoluto feminidad completa. Ambos, hombre y mujer, tienen en orden a estas cuestiones una estimación de predominancia. Así, sabemos que el hombre es predominantemente viril, aunque lleve consigo una parte de feminidad y lo mismo para la mujer, pero a la inversa. Tendremos, entonces, que la polaridad estará en juego en tanto en cuanto el hombre y la mujer sepan, cada cual por su lado, afirmar en sí mismos sus respectivas predominancias: viriles y femeninas. La polaridad así será perfecta.
Dado que el eje polar de contrarios es un signo de diferenciación, a la vez que implica atracción magnética, comprenderemos que dicho magnetismo dependerá del grado de polaridad o distinción que exista entre ambos sexos. De ahí, que las comunidades muy sexualizadas como las tradicionales tuvieran por objeto el aliento de las cualidades viriles y femeninas. Y lejos de anular sus peculiaridades con miras a una nefasta igualación o nivelación, facilitaban su cultivo. Eso explica el por qué toda Comunidad tradicional o antigua era, a la vez, fuerte y delicada. Por el contrario, en nuestra época, blanda e inceremoniosa, donde cualquier cosa, incluso la guerra, puede ser hecha indiferentemente por un hombre o por una mujer, la virilidad auténtica no se estimula, como tampoco la feminidad real. Todos tenemos ejemplos suficientes y conocidos de esto. Tanto las modas como los gustos y posturas aceptados por nuestra época indican, de forma clara, una inclinación hacia la indiferenciación sexual y por consiguiente hacia un raquitismo de la polaridad.
La igualación entre los sexos, como todas las utopías, demuestra su falsedad en los resultados que ocasiona. No en vano toda imposición revolucionaria se caracteriza por trastornar la realidad a la que introducen criterios ideológicos de valoración y de donde extraen luego sus justificaciones para la acción, en base a los propios criterios individualistas y parciales. Este igualitarismo es lo contrario de lo que aquí sostenemos, pues es fácil comprender que acarrea la ruptura de los polos y, por tanto, la introducción de elementos confusos. La mujer, al pretender igualarse al hombre, ha huido de su feminidad y se ha masculinizado en una medida que desnaturaliza su personalidad, mientras que el hombre, al colaborar con esta pretensión de la mujer, ha reblandecido la vida, debilitándola, a fin de que las actividades sociales fueran más accesibles. Esta igualación, lejos de provocar mayor acercamiento y atractivo entre los sexos ha introducido, por el contrario, más elementos de discordia y división. La mujer y el hombre, ya en el plano de allanamiento pierden sus diferencias. Y ya no siendo distintos, sino iguales, se repelen en la competición. La atracción se torna rivalidad. De todo ello brota la confusión más turbia, y, como sucede en la realidad de hoy, el desequilibrio más esquilmante. El resultado, aunque podría haber sido a la inversa -eso da lo mismo- ha sido el siguiente: los principios viriles se han ido eclipsando, quedando la sociedad sometida a lo femenino sin fijación, y que a su vez, se ha introducido en las maneras de ser, tanto de las mujeres, como en las de los hombres.
En la sexología moderna, en los relatos eróticos y pornográficos no se concibe la sexualidad sino como deseo. Incluso la Iglesia no va mucho más allá en esto, cuando prescribe el matrimonio (a parte de su finalidad procreadora) como medio social adecuado para la canalización del placer sexual. No obstante, estos órdenes se distancian en cuanto al tratamiento de tal concepción, pues si la sexología no abunda sino en las razones de la total liberación del deseo hacia el placer sin obstáculos, la Iglesia pone, por lo menos, ciertas barreras y recomienda habitualmente la continencia. Sea como fuere, ambas posturas, en el fondo, desconocen la doctrina del Andrógino por la que toda pareja puede, mediante el ejercicio sexual, restablecer la unidad primordial del ser, antes de su desdoblamiento, cuando era, en uno, varón y hembra a la vez, cuando era perfecta imagen y semejanza de la manifestación divina tal y como la exponen tantas tradiciones y mitos. Mas dejando para otro momento el profundizar en esta doctrina que sacraliza la sexualidad, diremos que la identificación sexo - deseo es claramente reduccionista, puesto que eliminando o apagando la cualidad virilizante de toda sexualidad humana, que es su dimensión vertical y trascendente, agiganta su inmanencia y horizontalidad. Sin embargo, antes de sacar conclusiones no estaría de más decir que el triunfo de la idea del sexo en cuanto placer y deseo no es ajena a la revolución del Tercer Estado, de clara proclividad a entender la vida en sus aspectos más inmediatos y tendente a desproveerse de un más allá. Aquí, es como si el deseo, la parte femenina de lo sexual, rompiera con el principio dominador que es la parte viril de la sexualidad: es como si la inmanencia se desacralizara y el mundo entrara en una de tantas enfermedades de la inteligencia que todo reduccionismo conlleva. Es evidente que estamos ante una ruptura de la polaridad sexual, teniendo en su lugar no una Comunidad, sino una sociedad erotizada. Con lo dicho estamos afirmando que nuestra época, al solo estimar el sexo como placer y deseo a satisfacer, posee una sexualidad femenina. De ahí los fracasos permanentes, en las relaciones entre hombres y mujeres.
La pérdida del eje polar conduce a la quiebra y a la imposibilidad de la unión de unos contrarios que no se reconocen. Está bien que la mujer ame bajo el influjo del deseo porque es su naturaleza y en él se acrecienta su sexualidad embriagadora, pero que el hombre ame imbuido o sometido también por el deseo es una desazón, porque el hombre viril se habrá transformado en mujer, a pesar de su apariencia. Don Juan y tantos otros seductores clásicos no eran más que mujeres. Y, ¿qué pueden conseguir dos mujeres cuando se aman? El amor lesbiano consigue lo que pretende: el placer, pero la unión de una pareja de hombre y mujer sometidos al deseo fracasará siempre. Y esto porque, en tal tipo de uniones, la mujer incrementará su excitación, mientras que el hombre pronto perderá su energía, derrumbándose en él todo afán sexual, incluso hasta el mismo deseo. Esto sí que es un hecho indiscutible. Por eso el hombre nada consigue por ese camino de creciente feminidad en él. Por el contrario, lejos de creer que su centro es la satisfacción, deberá comprender que la virilidad se encuentra en el dominio. En el dominio está la potencia y en la potencia la lucidez, aumentada en proporción directa al estado embriagador de la mujer. De ello siempre nos habla la antigua y primordial doctrina del Andrógino.
La pérdida de la polaridad sexual queda claramente de manifiesto en la viñeta superior, donde aparte del fracaso del acoplamiento sexual que se adivina, se percibe también la razón de tal situación anómala por la pérdida del hombre de su condición viril. En el dibujo los rasgos del hombre y de la mujer apenas sí se presentan diferenciados. La pérdida de la polaridad sexual ha dado origen a la sociedad erotizada, que es lo contrario de una comunidad sexual normal. El dibujo de la parte inferior de la página corresponde a una historieta de Paul Guillon, en la que una mujer, solitaria en el mundo tecnificado, puede verse satisfecha en su erotismo pero pasa por la angustia de verse privada de su polo contrario -el hombre-, al que no encuentra...
El estado actual de la sexualidad por la cual la pareja se ha convertido en dos "mujeres" que se aman, la una verdadera y la "otra" torpe, nos explica la rebeldía de la mujer y sus pretensiones frente al hombre moderno, nos explica muchos aspectos del lesbianismo y del feminismo amazónico, en lo que tiene de rechazo justificado del hombre flaco y corriente de hoy, y nos explica, en fin, la pérdida de la polaridad.
La sociedad feminizada
Los síntomas de la desvirilización social se muestran a cada paso. Lo femenino llega a predominar de una forma que pudiera antes haber parecido insospechada. El hecho del erotismo social tan difundido, a través de los medios de comunicación, indica, es cierto, muchas cosas: negocio fácil, excitación de la mujer ante su propio exhibicionismo,... pero también hay en él una suerte de secreta incitación y estimulación a ver recuperada en el hombre la virilidad perdida. En este caso el erotismo público actúa en la sociedad como reclamando algo que le falta. Fuera así o no, lo cierto es que una comunidad virilizada en su grado normal no precisaría mostrarse erotizada, ya que, en sí misma, por haber quedado restablecida la existencia de su polaridad, se encontraría más o menos sexualizada. Y, al contrario, una sociedad desvirilizada o sin polaridad sería, por necesidad, erótica.
No es casualidad que se dé en etapas como la nuestra un peculiar incremento de homosexualidad en los hombres, no al estilo de la practicada por los guerreros espartanos o por los caballeros samurai, sino como la expresión de lo femenino dentro del macho. Sobre este y otros aspectos se han referido ya muchos autores. No vamos a insistir nosotros ahora. Sí, en cambio, indicaremos que la presencia de lo femenino impregna muchos de los aspectos fundamentales de la modernidad, en tránsito hacia lo que venga. Sagaces analistas nos han aportado el recetario de ingredientes que constituyen el alimento de nuestra presente civilización urbana, pero hasta donde sabemos nadie se ha atrevido a decir qué semblante tienen los elementos de tal modernidad. ¿Es una casualidad que el líder político de hoy no pretenda ya tanto convencer, como seducir? ¿Acaso no se valora hoy más la imagen de cualquier cosa o persona, que su propio contenido? La "imagen de marca", "conservar o favorecer la propia imagen" son ya frases muy corrientes. ¿No existe a nuestro alrededor un mayor gusto por lo aparente, en detrimento de lo real? Todo parece ir cediendo a los encubrimientos del maquillaje, a la excitación de los focos, a la gracia y desenvoltura de lo superficial y sinuoso. ¿Acaso esto no nos denuncia con claridad la presencia de la impronta femenina en nuestra época? Femenino es el narcisismo reinante y la peculiar estimación del yo que existe entre nosotros. La creciente mutabilidad de todos los órdenes, el escaso valor de lo permanente, la competitividad y la casi imposibilidad de unir tendencias similares en torno a un objetivo común son otras tantas peculiaridades de esta sociedad feminizada y lunática. En efecto, hemos llegado a percibir cómo la Democracia es lo femenino en la política. Mas no decimos que lo femenino esté mal, lo que sí sostenemos es que una comunidad sólo parcial, revolucionaria, es injusta por cuanto ahoga todo el conjunto en beneficio de su propia estima.
La sociedad que aparenta, que vende, que difunde y que presenta a sus políticos y hombres de negocios por la seducción de las imágenes o etiquetas, es una muestra de su hipertrofia femenina.
Conclusión
A modo de conclusión diremos que el problema de una sociedad encaminada hacia su liberación, en este orden de ideas, pasa por la recuperación del principio polar por el que dos seres diferentes y, no obstante, destinados a ser complementarios, se aproximan magnéticamente, no por la vía de la negación de sus perspectivas peculiaridades, sino precisamente por la afirmación de las mismas. Sólo en este momento el problema de la erotización social, por el que lo sexual alcanza los términos de lo obsesivo, dejará de existir, dando paso a una verdadera comunidad sexualizada. Sólo la polaridad, como punto de partida, garantiza la misión que encierra el magnetismo sexual, por el que tanto el hombre como la mujer, una unidad desdoblada, están llamados a atraerse e integrarse profundamente hasta la absoluta superación de la dualidad. Y si esto es posible a nivel menor, también lo es a nivel general, para toda la Comunidad, hoy en una dispersión, sin que se puedan descubrir los canales por los que esa misma Comunidad, afirmada en sus elementos diferenciados, tenga, sin embargo, asegurada al mismo tiempo un imprescindible sentido de cohesión y unicidad. El mundo no es sólo un más allá: el cielo, ni solo un más acá: la tierra. Trascendencia e inmanencia son los dos términos misteriosamente unidos en aras de una concepción normal de las cosas. Lo contrario es siempre patológico.
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