Domingo 24 de abril de 1938
La humedad me cala hasta los huesos.
Respiro un aire de gruta y siento los pulmones atravesados por agujas, por balas. Me tiendo en la cama de tablas, pero me duelen los huesos. Estoy cinco minutos de un lado, cinco minutos del otro. Me vuelvo sobre el costado izquierdo. Oigo cómo me late el corazón. ¿O caen de él gotas de sangre?
Se escurre la vida del agotado cuerpo.
¡Oh, patria! ¡Cómo recompensas a tus hijos!
Me duermo. Veo en sueños a mamá y a Elvira Garneata. Elvira me daba de beber eun gran jarro con agua, mientras que mamá decía: “Muy mal lo pasamos. Me he trasladado aquí́.” (era en una aldea del arrabal de Husi, hacia el Prut) Yo le contestaba: “Me voy hasta arriba de la colina, con Nicoleta y Horodniceanu, y, cuando vuelva, te dejaré dinero. No tengas ninguna zozobra".He partido. Era de noche. Una luna llena, resplandeciente, iluminaba la Tierra.
Temo que le ocurra algo.
Quedó otra vez sola. Un yerno muerto en España; una hija que ha quedado con dos niños huérfanos de padre. Yo, en la cárcel. Otros cuatro hijos también en la cárcel o a punto de ser encarcelados. Detrás de uno de ellos también quedan cuatro niños, sin un pedazo de pan.
Nuestra casa, por Pascua, está desierta. Nadie de los esperados. No hay ningún alma junto a la madre.
Mi padre, que había marchado a Bucarest a fin de cobrar su pensión para las fiestas, no regresa. Está arrestado y ha sido llevado a un lugar desconocido.
Nadie sabe de su suerte.
En casa, por Pascua, nos espera la madre a todos, para celebrar las fiestas con ella. Son tan pocas las alegrías de una madre anciana, fuera de las de ver reunidos junto a sí a sus vástagos...
Los extraños, todos la evitan, y por miedo ya no entran a verla.
Ayer, sábado, he rogado que se me envié un barbero para que me afeite la barba, crecida despeluznadamente en una semana sobre mi rostro helado. Ha venido el peluquero de la cárcel, un pobre gitano penado. Me ha afeitado y así he podido lavarme la cara por primera vez en esta semana.
Palpita un corazón abandonado y nos busca a todos por las cárceles; corre detrás de cada uno por nuestras celdas para encontrarnos, para consolarnos, para besar nuestros amargados cuerpos.
¿Pero cómo, cuando nadie te dice nada y no recibes ninguna noticia?
Oh, madre que lloras sola en casa, en tu rincón, y a quien nadie ve, debes saber que también nosotros lloramos por ti en este día de Pascua, cada uno en la celda nuestra.
Espero la resurrección del Señor.
¿Si pidiera una vela al suboficial? Aquí no tiene donde comprarla, pero quizá tendrá alguna de sobra en su casa.
Ellos, en los pocos minutos de visita reglamentaria, dos o tres veces al día, no hablan conmigo. Ni ellos tienen nada que decirme, ni yo les pregunto nada. Sus únicas palabras son: “¿Tiene usted necesidad de algo?” A lo cual yo respondo siempre: “No.”
Los dos oficiales, el teniente Mastacán y el teniente... han venido también a hacer su servicio antes del cierre. Sobre todo porque en la cámara adonde desde ayer he sido llevado no se enciende la luz.
¡Qué desgracia! Me pasa por la cabeza que es un mal presagio. Por primera vez en la vida pasaré la resurrección sin luz. En tinieblas. Solo.
Pero los oficiales, después de varias tentativas, han encendido la luz.
Me han traído también una pequeña velita de cera que me han entregado con particular benevolencia.
Lo que no comprenden quizá son las maquinaciones y todos los diabólicos planes que se preparan para mi aniquilación y la de mi movimiento.
Pero siento en sus ojos que ellos comprenden toda mi tragedia moral. Comprenden la importancia de mi culpa y de la responsabilidad que implica la dirección de un movimiento que abarca a más de un millón de almas, en el cual se juega la suerte de una nación, como también comprenden los dolores que traspasan mi corazón por los de casa y por cada uno de los centenares y hasta millares de legionarios que en este momento reciben los mismos ásperos tormentos.
Comprenden también la situación de humillación en la que estoy lanzado. Pues la privación de libertad es una cosa, más lo que se está haciendo conmigo aquí́ es la humillación, es la degradación hasta el máximum del ser humano.
A través de las hendiduras de las tablas, a través de la estera y de la manta, viene una corriente fría desde el pavimento, que pasa también a través de los vestidos y se detiene en los extenuados costados.
Se busca a todo precio algo para arrancar una condena grave. Sea la reapertura en alguna forma del proceso Duca, sea mi involucración en el proceso Stelescu, sea la declaración como anárquico y terrorista del movimiento legionario, y la tentativa de condena sobre este tema. Una condena se obtiene fácilmente por orden.
No obstante, la opinión pública podrá́ discernir en su conciencia nuestra inculpabilidad.
Y nuestro sacrificio subirá́ hasta el cielo, y Dios, el supremo juez, nos oirá también a nosotros.
Mi alma está cargada de injusticias.
Me he tendido sobre este lecho de tablas. Espero que sean las once de la noche, la hora en que la gente empieza a marchar a las iglesias. Me envuelvo en el gabán. No puedo apoyarme sobre la espalda, pues me duele algo que no puedo distinguir: el espinazo o los riñones.
Recuerdo que he celebrado otras dos Pascuas en prisión. En 1925 en Focsani y en 1929 en Galata. Pero nunca he estado tan triste, con tanto dolor en mí y abrumado por tantos pensamientos.
Me vuelvo hacia la derecha y encojo mis rodillas hasta la boca. Las caderas me duelen. Tengo la impresión de que en ellas madura un absceso, que hay pus. No puedo estar sobre un lado sino cinco minutos. Vuelvo hacia el otro, percibo la misma sensación dolorosa.
Pienso en la querida niña (Catalina), y en cómo duerme ella, con los dedos en la boca y soñando en Papá Noel que le trae juguetes.
Por las fiestas de Navidad dormíamos en la cama con ella. De pronto la oigo chillar a través de su sueño. La despierto: “¿Qué es esto, querida? ¿qué ha ocurrido?”, “Papá Noel ha caído sobre la casa con un saco de juguetes.” Un ángel inocente que ignora todos nuestros dolores. Apenas cumplió cuatro años.
Serán las once. Me levanto, me lavo, me visto con el abrigo. Me siento en el borde de la cama y miro el desierto que me rodea.
Estoy solo.
He aquí también a nuestro general, este héroe legendario, con su serie de mártires legionarios, con los caídos en los últimos combates.
Tomo el librito de oraciones y comienzo a leer. Ruego a Dios por todos. Por mi mujer, tan agobiada y dolorida; por mi madre que otra vez debe haber visto como invaden su casa y la atropellan los comisarios de Husi; por mi padre, que Dios sabe en qué celda yace esta noche; por mis hermanos, que se encuentran en el mismo caso; por los soldados legionarios, viejos o jóvenes, estos bravos mártires de la fe legionaria, arrebatados de sus casas y llevados quién sabe por qué prisiones.
¡Cuánto dolor y cuántas lágrimas no habrá ahora en centenares de familias rumanas!
Ruego después por todos los muertos. Abuelos y parientes, como también amigos que me han querido y ayudado en vida.
Les veo a todos, uno tras otro. He aquí al señor Hristache... y, detrás de él, a Ciumeti, con el grupo de legionarios mártires caídos en su tiempo.
Al frente de todos, grande, veo su figura como en un cuadro... viejo, viejo de medio millar de años, con los cabellos largos y con corona en la cabeza, es Esteban, príncipe de Moldavia.
Ruego por él. Me ha ayudado en tantas y tantas luchas.
Y junto al general, en camisa verde y brioso, está Marin, el héroe de las llanuras españolas.
Señor, te ruego en esta noche de resurrección, que aceptes mi sacrificio. Toma mi vida. Porque a ti ¡oh patria! no te hacen falta nuestras fuerzas. Tú quieres nuestra muerte.
Moţa, querido hermano Moţa, se me rompe el corazón cuando te miro. Ambos hemos comenzado esta lucha, casi niños, hace quince años. Te veo ágil e intrépido, afrontando las adversidades y taladrando con ojos de acero el corazón de los enemigos.
Te veo más tarde abrumado de dificultades y de pobreza, en una patria en la cual para Ion Moţa no se encontraba pan. Para esta miseria de pan, en Rumanía no bastaba tu gran cabeza, te hacía falta, además, un corazón de traidor.
Te veo trabajando desesperadamente. Te veo obteniendo éxitos brillantes en los exámenes, en la prensa, en los tribunales, en la cátedra.
Te veo arrastrado a la cárcel, humillado y lleno de amargura. Te veo, los hombros curvados y el alma enlutada por tantos ataques miserables, temblando y llorando por mí. Y te veo partiendo a la muerte, para dar a esta estirpe la prueba suprema. Para liberarnos a nosotros por tu muerte. Para abrir, con tu pecho destrozado, con tus piernas rotas, el camino de la victoria de una generación.
Y míranos ahora a nosotros, querido Moţa. Yo estoy echado como un perro aquí... sobre estas tablas. Me duelen los huesos y me tiemblan las rodillas de frío.
Todos los nuestros, toda la flor de esta Rumania, yace postrada quién sabe en qué calabozos.
Habrán pasado las doce. Quizá también la una. Enciendo la vela y digo para mí: “Cristo ha resucitado".
La gente por las aldeas y ciudades, vuelve a casa, con las velas encendidas. Todos los nuestros, nuestras familias, lloran en esta noche.
He abierto una caja de sardinas y he comido una de ellas. Desde el lunes por la noche no he comido nada.
He bebido media taza de agua y acurrucado sobre la estera, me duermo...
Respiro un aire de gruta y siento los pulmones atravesados por agujas, por balas. Me tiendo en la cama de tablas, pero me duelen los huesos. Estoy cinco minutos de un lado, cinco minutos del otro. Me vuelvo sobre el costado izquierdo. Oigo cómo me late el corazón. ¿O caen de él gotas de sangre?
Se escurre la vida del agotado cuerpo.
¡Oh, patria! ¡Cómo recompensas a tus hijos!
Me duermo. Veo en sueños a mamá y a Elvira Garneata. Elvira me daba de beber eun gran jarro con agua, mientras que mamá decía: “Muy mal lo pasamos. Me he trasladado aquí́.” (era en una aldea del arrabal de Husi, hacia el Prut) Yo le contestaba: “Me voy hasta arriba de la colina, con Nicoleta y Horodniceanu, y, cuando vuelva, te dejaré dinero. No tengas ninguna zozobra".He partido. Era de noche. Una luna llena, resplandeciente, iluminaba la Tierra.
Temo que le ocurra algo.
Quedó otra vez sola. Un yerno muerto en España; una hija que ha quedado con dos niños huérfanos de padre. Yo, en la cárcel. Otros cuatro hijos también en la cárcel o a punto de ser encarcelados. Detrás de uno de ellos también quedan cuatro niños, sin un pedazo de pan.
Nuestra casa, por Pascua, está desierta. Nadie de los esperados. No hay ningún alma junto a la madre.
Mi padre, que había marchado a Bucarest a fin de cobrar su pensión para las fiestas, no regresa. Está arrestado y ha sido llevado a un lugar desconocido.
Nadie sabe de su suerte.
En casa, por Pascua, nos espera la madre a todos, para celebrar las fiestas con ella. Son tan pocas las alegrías de una madre anciana, fuera de las de ver reunidos junto a sí a sus vástagos...
Los extraños, todos la evitan, y por miedo ya no entran a verla.
Ayer, sábado, he rogado que se me envié un barbero para que me afeite la barba, crecida despeluznadamente en una semana sobre mi rostro helado. Ha venido el peluquero de la cárcel, un pobre gitano penado. Me ha afeitado y así he podido lavarme la cara por primera vez en esta semana.
Palpita un corazón abandonado y nos busca a todos por las cárceles; corre detrás de cada uno por nuestras celdas para encontrarnos, para consolarnos, para besar nuestros amargados cuerpos.
¿Pero cómo, cuando nadie te dice nada y no recibes ninguna noticia?
Oh, madre que lloras sola en casa, en tu rincón, y a quien nadie ve, debes saber que también nosotros lloramos por ti en este día de Pascua, cada uno en la celda nuestra.
Espero la resurrección del Señor.
¿Si pidiera una vela al suboficial? Aquí no tiene donde comprarla, pero quizá tendrá alguna de sobra en su casa.
Ellos, en los pocos minutos de visita reglamentaria, dos o tres veces al día, no hablan conmigo. Ni ellos tienen nada que decirme, ni yo les pregunto nada. Sus únicas palabras son: “¿Tiene usted necesidad de algo?” A lo cual yo respondo siempre: “No.”
Los dos oficiales, el teniente Mastacán y el teniente... han venido también a hacer su servicio antes del cierre. Sobre todo porque en la cámara adonde desde ayer he sido llevado no se enciende la luz.
¡Qué desgracia! Me pasa por la cabeza que es un mal presagio. Por primera vez en la vida pasaré la resurrección sin luz. En tinieblas. Solo.
Pero los oficiales, después de varias tentativas, han encendido la luz.
Me han traído también una pequeña velita de cera que me han entregado con particular benevolencia.
Lo que no comprenden quizá son las maquinaciones y todos los diabólicos planes que se preparan para mi aniquilación y la de mi movimiento.
Pero siento en sus ojos que ellos comprenden toda mi tragedia moral. Comprenden la importancia de mi culpa y de la responsabilidad que implica la dirección de un movimiento que abarca a más de un millón de almas, en el cual se juega la suerte de una nación, como también comprenden los dolores que traspasan mi corazón por los de casa y por cada uno de los centenares y hasta millares de legionarios que en este momento reciben los mismos ásperos tormentos.
Comprenden también la situación de humillación en la que estoy lanzado. Pues la privación de libertad es una cosa, más lo que se está haciendo conmigo aquí́ es la humillación, es la degradación hasta el máximum del ser humano.
A través de las hendiduras de las tablas, a través de la estera y de la manta, viene una corriente fría desde el pavimento, que pasa también a través de los vestidos y se detiene en los extenuados costados.
Se busca a todo precio algo para arrancar una condena grave. Sea la reapertura en alguna forma del proceso Duca, sea mi involucración en el proceso Stelescu, sea la declaración como anárquico y terrorista del movimiento legionario, y la tentativa de condena sobre este tema. Una condena se obtiene fácilmente por orden.
No obstante, la opinión pública podrá́ discernir en su conciencia nuestra inculpabilidad.
Y nuestro sacrificio subirá́ hasta el cielo, y Dios, el supremo juez, nos oirá también a nosotros.
Mi alma está cargada de injusticias.
Me he tendido sobre este lecho de tablas. Espero que sean las once de la noche, la hora en que la gente empieza a marchar a las iglesias. Me envuelvo en el gabán. No puedo apoyarme sobre la espalda, pues me duele algo que no puedo distinguir: el espinazo o los riñones.
Recuerdo que he celebrado otras dos Pascuas en prisión. En 1925 en Focsani y en 1929 en Galata. Pero nunca he estado tan triste, con tanto dolor en mí y abrumado por tantos pensamientos.
Me vuelvo hacia la derecha y encojo mis rodillas hasta la boca. Las caderas me duelen. Tengo la impresión de que en ellas madura un absceso, que hay pus. No puedo estar sobre un lado sino cinco minutos. Vuelvo hacia el otro, percibo la misma sensación dolorosa.
Pienso en la querida niña (Catalina), y en cómo duerme ella, con los dedos en la boca y soñando en Papá Noel que le trae juguetes.
Por las fiestas de Navidad dormíamos en la cama con ella. De pronto la oigo chillar a través de su sueño. La despierto: “¿Qué es esto, querida? ¿qué ha ocurrido?”, “Papá Noel ha caído sobre la casa con un saco de juguetes.” Un ángel inocente que ignora todos nuestros dolores. Apenas cumplió cuatro años.
Serán las once. Me levanto, me lavo, me visto con el abrigo. Me siento en el borde de la cama y miro el desierto que me rodea.
Estoy solo.
He aquí también a nuestro general, este héroe legendario, con su serie de mártires legionarios, con los caídos en los últimos combates.
Tomo el librito de oraciones y comienzo a leer. Ruego a Dios por todos. Por mi mujer, tan agobiada y dolorida; por mi madre que otra vez debe haber visto como invaden su casa y la atropellan los comisarios de Husi; por mi padre, que Dios sabe en qué celda yace esta noche; por mis hermanos, que se encuentran en el mismo caso; por los soldados legionarios, viejos o jóvenes, estos bravos mártires de la fe legionaria, arrebatados de sus casas y llevados quién sabe por qué prisiones.
¡Cuánto dolor y cuántas lágrimas no habrá ahora en centenares de familias rumanas!
Ruego después por todos los muertos. Abuelos y parientes, como también amigos que me han querido y ayudado en vida.
Les veo a todos, uno tras otro. He aquí al señor Hristache... y, detrás de él, a Ciumeti, con el grupo de legionarios mártires caídos en su tiempo.
Al frente de todos, grande, veo su figura como en un cuadro... viejo, viejo de medio millar de años, con los cabellos largos y con corona en la cabeza, es Esteban, príncipe de Moldavia.
Ruego por él. Me ha ayudado en tantas y tantas luchas.
Y junto al general, en camisa verde y brioso, está Marin, el héroe de las llanuras españolas.
Señor, te ruego en esta noche de resurrección, que aceptes mi sacrificio. Toma mi vida. Porque a ti ¡oh patria! no te hacen falta nuestras fuerzas. Tú quieres nuestra muerte.
Moţa, querido hermano Moţa, se me rompe el corazón cuando te miro. Ambos hemos comenzado esta lucha, casi niños, hace quince años. Te veo ágil e intrépido, afrontando las adversidades y taladrando con ojos de acero el corazón de los enemigos.
Te veo más tarde abrumado de dificultades y de pobreza, en una patria en la cual para Ion Moţa no se encontraba pan. Para esta miseria de pan, en Rumanía no bastaba tu gran cabeza, te hacía falta, además, un corazón de traidor.
Te veo trabajando desesperadamente. Te veo obteniendo éxitos brillantes en los exámenes, en la prensa, en los tribunales, en la cátedra.
Te veo arrastrado a la cárcel, humillado y lleno de amargura. Te veo, los hombros curvados y el alma enlutada por tantos ataques miserables, temblando y llorando por mí. Y te veo partiendo a la muerte, para dar a esta estirpe la prueba suprema. Para liberarnos a nosotros por tu muerte. Para abrir, con tu pecho destrozado, con tus piernas rotas, el camino de la victoria de una generación.
Y míranos ahora a nosotros, querido Moţa. Yo estoy echado como un perro aquí... sobre estas tablas. Me duelen los huesos y me tiemblan las rodillas de frío.
Todos los nuestros, toda la flor de esta Rumania, yace postrada quién sabe en qué calabozos.
Habrán pasado las doce. Quizá también la una. Enciendo la vela y digo para mí: “Cristo ha resucitado".
La gente por las aldeas y ciudades, vuelve a casa, con las velas encendidas. Todos los nuestros, nuestras familias, lloran en esta noche.
He abierto una caja de sardinas y he comido una de ellas. Desde el lunes por la noche no he comido nada.
He bebido media taza de agua y acurrucado sobre la estera, me duermo...
Esto fue el maldito comunismo
ResponderBorrarEl mayor enemigo de COdreanu no fueron los comunistas, sino la derecha clásica y del dinero rumana.Ellos fueron quien se lo quitaron de en medio.
ResponderBorrarForam os judeus!
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