Hay una Historia oficial, que se escribe para los muchachos de las escuelas y, eventualmente, para el consumo del gran público, y hay, por supuesto, una Historia real, que no se escribe en libros de gran tirada, que incluso, a veces, no se escribe y que, en todo caso, hay que leer entre líneas o deducir del encadenamiento de los hechos, tal como se van produciendo, e independientemente de la "música" que los mass media ponen a tales hechos.
No deja de llamar la atención que mientras cualquier ciudadano de criterio, formación y talento medianos, admite sin ningún género de dudas que la publicidad puede no decir siempre la pura verdad, que los balances de una empresa comercial pueden estar arreglados; que las declaraciones de impuestos pueden contener alguna falacia por omisión; que una información comercial periodística puede ser, en realidad, un anuncio de pago camuflado; que en toda negociación o trato comercial no se dice necesariamente la pura verdad y que cualquier comerciante, cualquier profesional, incluso cualquier artista enmascara, cuando no desfigura deliberadamente la verdad en pro de sus intereses, ese mismo ciudadano, en cambio, acepta las verdades oficiales de la Historia de los libros de texto con sorprendente candor. Es sorprendente, pero es así.
La explicación fundamental de este insólito fenómeno de credulidad puede, tal vez, hallarse en la influencia de los aludidos mass media y en el lavado de cerebro a que someten al individuo disuelto en la masa. Pero esta explicación, aunque básica, no es suficiente. Debe ser complementada con otra. Debe ser complementada, sencillamente, con la pereza mental, consubstancial con la mayoría de los seres humanos. Los hombres, en su gran mayoría, sólo se interesan realmente, prácticamente, en lo que les atañe directamente y de forma inmediata. No creen, o no quieren creer, que es peor, en nada trascendente. Se inclinan, por naturaleza, hacia la facilidad y ya Platón nos advertía que lo fácil suele ser enemigo de lo bueno. El llamado hombre de la calle profundiza, medianamente, en míseros negociejos de tres al cuarto, en cosas pedestres, de cada día, a las que él, con sonrisa de suficiencia, denomina "lo positivo ". Pero, con arrolladora inconsciencia, pasa por alto sucesos, hechos y circunstancias que van a determinar, no que gaste tanto o cuanto más, si no, sencillamente, que siga existiendo como ser libre o incluso, como ser vivo.
El hombre de la calle, para usar la jerga en boga, pasa de la Política. Lo cual está muy bien; es su derecho, como diríamos en el idiótico "caló" de esta triste época. Lo malo para él -y lo peor para los que con él compartimos pasaje en el mismo barco de la Civilización Occidental- es que la Política sí se ocupa de él. Y le aburren con cincuenta mil leyes, decretos, prescripciones, prohibiciones y disposiciones; y a sus hijas menores les enseñan a fornicar sin consecuencias en las escuelas estatales, laicas y obligatorias y, para mayor inri, de pago; y, cuando llega el momento, les movilizan, les ponen un fusil en las manos y les mandan a las antípodas, o a donde fuere, a defender la Democracia, el Derecho, los Derechos Humanos, el arancel de las margarinas, o lo que se les ocurra decir a los detentores del Poder. Para él, tan "práctico", tan "positivista", cuenta más un negociejo que su vida, y un aperitivo que su libertad. El cree en lo que le gusta creer y precisamente en eso; en eso tan sencillo estriba su desgracia.
Le gusta creer en las "verdades" oficiales; en las versiones estereotipadas, en la Historia de los textos. Es más cómodo. Así se va llevando a cabo la auténtica Historia, la Historia real, que, por una simple cuestión de lógica elemental, no puede ser, ni siquiera parecerse remotamente, a la Historia oficial. Si se admite, -y así es en la vida práctica de cada día- que en asuntos privados de ámbito e importancia forzosamente limitados las cosas reales no son ni lo que parecen ni lo que se dice, a efectos oficiales, a lo que se proclama pro-forma, es de una lógica abrumadora que en asuntos de ámbito infinitamente mayor, y de intensidad agónica cual son los que abarca la gran Política, que es, por su misma esencia, total, la disparidad, la dicotomía entre realidad y oficialidad debe ser comparativamente, mucho mayor. Forzosamente debe ser así. Si todos están de acuerdo en que los hombres trapisondean en sus asuntillos privados, triviales en su fondo y en su forma, a fortiori deben estarlo en que en asuntos de gravedad infinitamente mayor y ámbito total trapisondearán -para expresarnos en esa forma llana y banal- infinitamente más. Pero, ya lo hemos dicho, pensar en eso le da pereza al hombre-masa. Y prefiere aceptar, sin ulterior análisis, la versión oficial, homologado, de los hechos.
Los amigos lectores que me han hecho el honor de leer todos o alguno de mis libros precedentes, saben que propugno la tesis de que hay poderes fácticos por encima de los oficiales; que existe una verdadera conspiración histórica, secular y universal y que, como decimos más arriba, existe una realidad histórica que se contrapone a la verdad oficial.
Esto es así, y siempre ha sido así y siempre será así, y nos tememos que no puede ser de otra manera. Hay trasfondos históricos que solo se saben décadas después de haberse producido los hechos, y los hay que sólo se intuye como debieron ocurrir. Para los demás, ni siquiera esto. No obstante con documentación, voluntad y sentido común, y, sobretodo, con independencia de criterio, con esa famosa libertad de pensamiento de que tanto blasonan los apodados liberales y que tan poco ponen en práctica, se puede -se debe- discernir la Intra-Historia. Incluso, y especialmente, la contemporánea. Ahora bien, esa Intra-Historia, o el hilo rojo de esa conspiración, como la llamaba Henry Ford, tiene un trazado perfecto el cual, no obstante, muy a menudo se encalla, por las imperfecciones de los hombres encargados de ponerlo en práctica. Es el inconveniente mayor que tienen los testaferros, los hombres de pala, por muy pomposos que sean sus títulos oficiales y su posición. Son listos, son ambiciosos, no tienen escrúpulos, pero, por regla general, les falta inteligencia. Además, muy a menudo, no son siquiera listos. Son medianías, mediocridades intelectuales extraídas con fórceps del anonimato, para llevar a cabo una determinada misión. Si a ello añadimos la innata tendencia humana al error, a la torpeza, comprenderemos los achaques, interrupciones y desvíos padecidos por el Plan, que es magistral y que, al no oponérsele prácticamente fuerza alguna, por ser desconocido por los más e interesadamente solapado por los influyentes colocados en las fachadas del mando oficial, debiera ser irresistible.
Este no es un libro contra nadie. Hemos querido compilar, seleccionándolos dentro de lo posible, una antología de los dislates,estupideces, torpezas, errores, tonterías y meteduras de pata de hombres prominentes en el curso de la Historia de este torturado Planeta. Naturalmente, y por razones de proximidad en el tiempo, nos hemos detenido con mayor asiduidad en las curiosidades y simplezas, los contrasentidos y aberraciones modernas, y aún contemporáneas. A ello nos ha movido, no sólo la aludida razón de proximidad, sino también la de ejemplaridad. Y, en menor grado, la de facilidad, pues, conforme avanzan -o progresan, como gustan presumir- los hombres por el siglo de las luces, más cegados parecen y más trompicones se dan.
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