El hombre es un animal de presa. Finos pensadores, como Montaigne y Nietzsche, lo han sabido de siempre. La sabiduría de la vida, conservada en las viejas leyendas y en los refranes de todos los pueblos aldeanos y nómadas; la sonriente penetración de los grandes conocedores de hombres —políticos, generales, comerciantes, jueces— desde las alturas de una vida rica; la desesperación de los fracasados reformadores, y las reprimendas de los irritados sacerdotes, siempre se han guardado mucho de ocultarlo o de negarlo. Sólo la gravedad solemne de los filósofos idealistas y demás teólogos no ha tenido el valor de proclamar lo que en silencio todo el mundo sabe muy bien. Los ideales son cobardías. Y, sin embargo, de sus propias obras podría sacarse una preciosa colección de sentencias que, de vez en cuando, han subido a sus labios acerca de la bestia humana.
Pero este conocimiento hay que tomarlo definitivamente en serio. El escepticismo, la última actitud filosófica y la única posible en esta nuestra época, y aun la única digna, no permite que prosiga la inútil palabrería. Sin embargo, y justamente por ello, he de oponerme a las opiniones que se han desarrollado sobre la base de la ciencia natural, cultivada en el siglo pasado. La consideración y ordenación anatómica del mundo animal está dominada completamente por puntos de vista materialistas, de conformidad con el origen de donde procede. Si la imagen del cuerpo, tal como se ofrece a la vista del hombre y sólo de éste y además despedazado, preparado químicamente, maltratado por los experimentos, condujo a un sistema que Linneo fundó y que la escuela de Darwin profundizó con la paleontología, sistema de individualidades inmóviles, ópticas, hay también a su lado otro orden completamente distinto y falto de todo sistema, un orden de los modos de vida, que se descubre tan sólo a la convivencia ignorante, a la afinidad íntimamente sentida del yo y del tú, tal como la conoce cualquier aldeano y también cualquier poeta y artista. Gusto de meditar sobre la fisiognómica de los modos en que se manifiesta la vida animal, sobre las especies de las almas animales, y abandono a los zoólogos la sistemática de la estructura corporal. Y entonces aparece un orden completamente distinto en los rasgos de la vida, no del cuerpo.
La planta vive; aunque sólo en sentido limitado, es un ser viviente. En realidad, más que vivir puede decirse que en ella y en torno a ella está la vida. "Ella" respira, "ella" se alimenta, "ella" se multiplica; y, sin embargo, no es propiamente más que el escenario de esos procesos, que constituyen una unidad con los procesos de la Naturaleza circundante, con el día y la noche, con los rayos del sol y la fermentación del suelo; de suerte que la planta misma no puede ni querer ni elegir. Todo acontece con ella y en ella. Ella no busca ni su lugar propio, ni su alimento, ni las demás plantas con quienes engendra su sucesión. No se mueve, sino que son el viento, el calor, la luz, quienes la mueven.
Sobre esta especie de vida álzase, empero, la vida movediza de los animales. Pero en dos grados. Hay una especie que se extiende por todos los géneros anatómicos, desde el animal primordial monocelular hasta los palmípedos y los ungulados, y cuya vida está atenida al mundo vegetal inmóvil, que constituye el alimento con que se mantiene. Las plantas no huyen y no pueden defenderse.
Pero sobre ésta se alza todavía otra especie de vida, la de los animales que viven de otros animales y cuya vida consiste en matar. Aquí la víctima misma es movediza y luchadora y rica en toda clase de astucias. También este modo de vida se extiende por todos los géneros del sistema. Cada gota de agua es un campo de batalla. Y nosotros, que de continuo tenemos ante los ojos la lucha, en el campo, hasta el punto de olvidar su carácter evidente e incluso su misma existencia, vemos hoy con horror las formas fantásticas de las profundidades marinas, entre las cuales se propaga también esa vida que mata y muere.
El animal de rapiña es la forma suprema de la vida movediza. Significa el máximum de libertad con respecto a otros y para sí misma, el máximum de responsabilidad propia, de soledad, el extremo de la necesidad de afirmarse luchando, venciendo y aniquilando. Al tipo humano confiérele un alto rango el ser un animal de rapiña.
El herbívoro es, por su destino, un animal que nace para ser víctima y presa. En vano intenta substraerse a esa fatalidad mediante la huída sin lucha. El animal de rapiña hace botín y presa. Aquella vida es, en su íntima esencia, defensiva. Ésta, en cambio, es ofensiva, dura, cruel, destructora. Ya la táctica del movimiento introduce diferencias entre esas dos vidas: en la una, la costumbre de huír, la rápida carrera, las revueltas, el hurtar el cuerpo, el ocultarse en madrigueras; en la otra, el movimiento rectilíneo del ataque, el salto del león, el disparo del águila. Existe un acecho y una astucia en el estilo del fuerte y otro en el estilo del débil. Prudentes en el sentido humano, esto es, con prudencia activa, sólo son los animales de rapiña. Los herbívoros, comparados con ellos, son tontos; y no sólo las palomas "cándidas" y el elefante, sino incluso las especies más nobles de los ungulados: el toro, el caballo, el ciervo, que sólo en el furor ciego y durante la excitación sexual son capaces de luchar, dejándose, por lo demás, fácilmente domeñar y conducir por un niño.
A la diferencia entre los movimientos añádese, más poderosa todavía, la diferencia en los órganos sensoriales. Y con los sentidos, diferénciase también el modo de tener un "mundo". En sí y por sí, todo ser vive en la Naturaleza dentro de un contorno, ya sea que lo advierta, ya sea que ese contorno se haga visible y notable o no. La misteriosa índole —por ninguna reflexión humana explicable— de las relaciones entre el animal y su contorno, mediante los sentidos palpadores, ordenadores e intelectivos, es la que convierte al contorno en un mundo circundante para cada ser en particular [Von Uxküll, Concepción biológica del universo]. Los herbívoros superiores son dominados por el oído y, sobre todo, por el olfato. Los rapaces superiores, en cambio, dominan por la mirada. El olfato es el sentido propio de la defensa. Por la nariz rastrea el animal el origen y la distancia del peligro, dando así a los movimientos de huída una dirección conveniente: la dirección que se aleja del peligro
El ojo del animal rapaz, en cambio, propone un fin, una meta. Ya el hecho de que los dos ojos de los grandes animales rapaces puedan fijarse en un punto mismo de los alrededores, permíteles fascinar la presa. En la mirada enemiga está ya para la víctima el destino ineluctable, el salto del momento inmediato. La fijación de los ojos dirigidos hacia adelante y paralelamente es, empero, idéntica al nacimiento del mundo, en el sentido en que el hombre tiene un mundo, es decir, en el sentido de imagen o mundo desplegado ante la mirada, como mundo no sólo de color y de luz, sino, sobre todo, de lejanas perspectivas, de espacio y de movimientos en el espacio y de objetos situados en determinados lugares. En esta manera de mirar, que es exclusiva de los animales rapaces más nobles —los herbívoros, como, por ejemplo, los ungulados, tienen los ojos orientados lateralmente y cada uno de ellos proporciona una impresión distinta y carente de perspectiva— reside ya la idea del dominio. La imagen del mundo es el mundo circundante dominado por los ojos. Los ojos del animal rapaz de terminan las cosas en su situación y distancia. Conocen el horizonte. Miden en ese campo de batalla los objetos y condiciones del ataque. Olfatear y acechar —el venado y el buitre— están uno con otro en la misma relación que el ser esclavo y el ser señor. Un sentimiento infinito de poderío palpita en esa mirada larga y tranquila; un sentimiento de libertad que brota de la superioridad y descansa en el mayor poder, en la certidumbre de no ser nunca botín ni presa de nadie. El mundo es la presa; y de este hecho, en último término, ha nacido toda la cultura humana.
Y, finalmente, este hecho de la superioridad nativa se ha profundizado hacia afuera, en el mundo luminoso, con sus infinitas lejanías, y hacia adentro, en la índole anímica de los animales fuertes. El alma, ese algo enigmático que sentimos al oír esta palabra y cuya esencia no es accesible a ninguna ciencia; esa chispa divina en ese cuerpo viviente que tiene que dominar o que sucumbir en el mundo divinamente cruel, divinamente despreocupado; eso que nosotros, hombres, sentimos como alma en nosotros y en los demás, es el contrapolo del mundo luminoso que nos rodea, en el cual el pensamiento y la vislumbre de los hombres rastrean gustosos un alma cósmica. El alma está sellada con tanta mayor energía cuanto más solitario es el ser, cuanto más resueltamente constituye un mundo para sí, mundo opuesto a todo el mundo en torno. ¿Qué es lo contrario, lo contrapuesto al alma de un león?: El alma de una vaca. Los herbívoros substituyen el alma individual fuerte por el gran número, por el rebaño, por el común sentir y hacer en masa. Pero cuanto menos se necesita de los demás tanto más poderoso se es. El animal de rapiña es enemigo de todo el mundo. No tolera en su distrito a ninguno de sus iguales —aquí están las raíces del concepto regio de la propiedad—. La propiedad es el recinto en que se ejerce un poder ilimitado, un poder conquistado, defendido contra los iguales y victoriosamente mantenido. No es el derecho a un mero haber, sino a un soberano disponer.
Si se entiende bien todo esto, existe una ética del animal rapaz y una ética del herbívoro. Nadie puede mover ni cambiar esto. Es la forma íntima, el sentido, la táctica de toda la vida. Es un hecho simple. Se puede aniquilar la vida, pero no cambiar su modo. Un animal de rapiña, cuando está domesticado y preso —cualquier jardín zoológico nos ofrece ejemplos de ello—, queda tullido en su alma, padece una dolencia cósmica, hállase interiormente aniquilado. Hay animales de rapiña que voluntariamente mueren de hambre, cuando han sido presos. Los herbívoros no pierden nada al convertirse en animales domésticos.
Ésta es la diferencia entre el destino de los herbívoros y el destino de los animales de rapiña. Aquel destino no hace más que amenazar; éste confiere y distribuye en abundancia. Aquél deprime, empequeñece y acobarda; éste encumbra por el poder y la victoria, por el orgullo y el odio. Aquél se sufre; éste se es. La lucha de la naturaleza interna contra la naturaleza externa, ya no es sentida como una miseria —como mísero destino imaginaban Schopenhauer y Darwin la lucha por la vida—, sino como gran sentido de la vida, un sentido que la ennoblece; así pensaba Nietzsche: amor fati. Y el hombre pertenece a esta especie.
El hombre no es un simple; no es "por naturaleza bueno"; no es tonto; no es un semimono con tendencias técnicas, como lo ha descrito Haeckel y lo ha pintado Gabriel Max. Sobre esta caricatura se proyecta, además, la sombra plebeya de Rousseau. Por el contrario, la táctica de su vida es la de un animal de rapiña, magnífico, valiente, astuto, cruel. Vive atacando, matando y aniquilando. Quiere ser señor desde que existe.
¿Es, pues, la "técnica" realmente más antigua que el hombre?. No, no lo es. Existe una enorme diferencia entre el hombre y los demás animales todos. La técnica de los animales es técnica de la especie. No es ni inventiva, ni aprendible, ni susceptible de desarrollo. El tipo abeja, desde que existe, ha construido siempre sus panales exactamente lo mismo que hoy y los construirá igual hasta que se extinga. Los panales son en la abeja lo mismo que la forma de sus alas y el color de su cuerpo. Sólo el punto de vista anatómico de los zoólogos permite distinguir entre la estructura corporal y el modo de vida. Pero si se parte de la forma interna de la vida, en vez de la del cuerpo, entonces esa táctica de la vida y la distribución del cuerpo son una y la misma cosa, y ambas son expresión de una misma realidad orgánica. La "especie" es una forma no de lo quieto y visible, sino de la movilidad; no de lo que es así o de otro modo, sino del hacer así o de otro modo. La forma del cuerpo es forma del cuerpo activo.
Las abejas, las termitas, los castores, edifican construcciones admirables. Las hormigas conocen la agricultura, la construcción de carreteras, la esclavitud y la guerra. La cría de la descendencia, las fortificaciones, las migraciones ordenadamente planeadas, son cosas muy extendidas en la Naturaleza. Todo lo que el hombre puede hacer, hácenlo también otras formas animales. Son tendencias que dormitan en forma de posibilidades, dentro de la vida movediza. El hombre no lleva nada a cabo que no sea accesible a la vida en conjunto.
Y, sin embargo, nada de eso tiene en el fondo que ver con la técnica humana. La técnica de la especie es invariable. Esto es lo que significa la palabra "instinto". El "pensamiento" animal está adherido al aquí y ahora inmediatos; no conoce ni el pasado ni el futuro. Por eso no conoce tampoco la experiencia ni la preocupación. No es verdad que las hembras de los animales "se preocupen" de sus hijos. La preocupación es un sentimiento que presupone un saber en lejanía acerca de lo que ha de suceder; del mismo modo que el arrepentimiento es un saber acerca de lo que sucedió. Un animal no puede ni odiar ni desesperar. El cuidado de la cría es, como todo lo demás, un impulso oscuro e incógnito en muchos tipos de vida. Pertenece a la especie y no al individuo. La técnica de la especie no es solamente invariable, sino también impersonal.
La técnica humana, y sólo ella, es, empero, independiente de la vida de la especie humana. Es el único caso, en toda la historia de la vida, en que el ser individual escapa a la coacción de la especie. Hay que meditar mucho para comprender lo enorme de este hecho. La técnica en la vida del hombre es consciente, voluntaria, variable, personal, inventiva. Se aprende y se mejora. El hombre es el creador de su táctica vital. Ésta es su grandeza y su fatalidad. Y la forma interior de esa vida creadora llamémosla cultura, poseer cultura, crear cultura, padecer por la cultura. Las creaciones del hombre son expresión de esa existencia, en forma personal.
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